domingo, 18 de marzo de 2007

Discurso de asunción de Gilberto Gil como ministro de Cultura del gobierno Lula.

Por Gilberto Gil

Cultura, como dijo alguien, no es apenas “esa especie de ignorancia que distingue a los estudiosos”. Tampoco es lo que se produce únicamente en las áreas canonizadas por los cánones occidentales. Del mismo modo, nadie va a escucharme jamás hablar de folklore. Es que los vínculos entre el concepto erudito del folklore y la discriminación cultural son más que estrechos: son íntimos. Folklore es todo aquello que por su antigüedad no se encuadra en la cultura de masas y es producido por gente inculta, por “primitivos contemporáneos”, como una especie de enclave simbólico e históricamente atrasado en el mundo actual. No existe el folklore, existe la cultura.
La cultura vista como todo aquello que en el uso de cualquier cosa se manifiesta más allá del mero valor de uso. Cultura como eso que en cada objeto que producimos trasciende lo meramente técnico. Cultura como usina de símbolos de un pueblo. Cultura como conjunto de signos de cada comunidad y toda una nación. Cultura como el sentido de nuestros actos, la suma de nuestros gestos, el sentido de nuestras maneras.
Con esta perspectiva, las acciones del Ministerio de Cultura deberán ser entendidas como ejercicios de antropología aplicada. El ministerio debe ser como una luz que revela en el pasado y en el presente las cosas y los signos que hicieron y que hacen que Brasil sea Brasil.
El Estado no hace cultura, el Estado crea las condiciones de acceso universal a los bienes simbólicos, las condiciones de creación y producción de bienes culturales, sean artefactos o mentefactos. Es porque el acceso a la cultura es un derecho básico de la ciudadanía, como el derecho a la educación, la salud, el medio ambiente saludable. Y es porque al invertir en las condiciones de creación y producción estaremos tomando una iniciativa de consecuencias imprevisibles y ciertamente brillantes y profundas, ya que la creatividad cultural brasileña, de la colonia hasta hoy, siempre fue mucho más allá de lo que permitían las condiciones educacionales, sociales y económicas de nuestra existencia.
En rigor, el Estado nunca estuvo a la altura del hacer de nuestro pueblo.
Por lo tanto, es preciso ser humildes y al mismo tiempo no dejar de actuar como Estado. El Estado no debe optar por la omisión, evadir responsabilidades, apostando todas las fichas a los mecanismos fiscales, entregando así la política cultural a los vientos, los sabores y los caprichos del dios-mercado. Claro que las leyes y mecanismos de incentivo fiscal son de la mayor importancia, pero el mercado no lo es todo y nunca lo será, su lógica siempre es regida por la ley del más fuerte.
El ministerio no puede ser una caja que pase presupuestos a una clientela preferencial. El Estado no hace cultura, pero formula políticas públicas para la cultura, no con la mentalidad del viejo modelo estatista sino para abrir caminos, estimular, abrigar. Para hacer una especie de doin antropológico, masajeando puntos vitales momentáneamente despreciados y dormidos del cuerpo cultural del país. En fin, para atizar lo nuevo y reavivar lo viejo.
Entonces, no se trata sólo de expresar o reflejar. Las políticas para la cultura deben ser intervenciones, como caminos reales y vecinales, como caminos necesarios y atajos urgentes. Por eso es que la política cultural del gobierno Lula pasa desde este instante a ser parte del proyecto general de construcción de una nueva hegemonía en nuestro país. Como parte del proyecto de construcción de una nación realmente democrática, plural, tolerante, parte de un proyecto creativo y consistente de radicalidad social.
El presidente Lula tiene razón cuando dice que la ola de violencia que amenaza destruir valores esenciales de la formación de nuestro pueblo no debe ser automáticamente acreditada a la violencia. Siempre tuvimos pobreza en el Brasil, pero nunca tuvimos tanta violencia. Esta violencia viene de las desigualdades sociales. Sabemos que lo que aumentó en lasúltimas décadas en Brasil no fue la pobreza o la miseria, que hasta disminuyeron un poco, según muestran las estadísticas. Lo que aumentó es la desigualdad y Brasil es tal vez el país con la peor distribución de renta del planeta. Es ese escándalo social el que explica el carácter que asumió la violencia urbana recientemente, subvertiendo hasta los viejos valores del delito brasileño.
O Brasil acaba con esa violencia o la violencia acaba con el Brasil. Brasil no puede seguir siendo sinónimo de una aventura generosa y siempre interrumpida. No puede seguir siendo, como decía Oswald de Andrade, un país de esclavos que temen ser hombres libres. Tenemos que completar la construcción de la nación, incorporar segmentos excluidos, reducir las desigualdades que nos atormentan. O no tendremos cómo recuperar nuestra dignidad interna, cómo afirmarnos ante el mundo, cómo sustentar el mensaje que tenemos para dar a este planeta siendo una nación que se prometió a sí misma el ideal más alto que se puede proponer una colectividad: el ideal de la convivencia y la tolerancia entre seres y lenguajes diversos.
El papel de la cultura en ese proceso no es apenas táctico o estratégico, es central.
La multiplicidad cultural brasileña es un hecho. Paradójicamente, nuestra unidad cultural también lo es. De hecho, podemos decir que nuestra diversidad interna es hoy en día uno de nuestros trazos de identidad más nítidos. Es lo que hace que un favelado carioca vinculado al samba y a la macumba y un caboclo amazónico que cultiva carimbós y encantamientos se sientan y, de hecho, sean igualmente brasileños. Somos un pueblo mestizo que viene creando hace siglos una cultura esencialmente sincrética. Una cultura diversificada y plural, como un verbo conjugado por personas distintas, en tiempos y modos diversos. Porque, al mismo tiempo, la cultura es una: cultura tropical sincrética tejida al abrigo y a la luz de la lengua portuguesa.